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Por qué las Mujeres no Bailan?

Agradecimientos a Jabad Org.
 
 

 
Cuando la mujer se cubrió los ojos, luego de encender las velas, me di cuenta que la visión de esas luces era tan hermosa y era tan emocionante saber que se trataba de una costumbre judía, parte de mi propia herencia...
 

        Las mujeres y chicas, en su mayoría desconocidas entre sí, concurrieron de todas las edades, y durante esas desinhibidas horas cientos de nosotras bailamos y bailamos como si no existiera otra cosa que nuestros pies, las canciones y la alegría.


Cuando viajábamos en el micro de vuelta a casa, tarde de noche, mi hija más pequeña se durmió en mi regazo y mis adolescentes hablaban con sus amigas, recordé otra celebración de Simjat Bet Hashoevá que tuvo lugar 25 años atrás, cuando una joven judía, que albergaba tiernas esperanzas y preguntas, entró a la Sinagoga. Sola, en la ciudad de Nueva York, escuchó que esa noche habría baile allí y toda la semana esperó esa oportunidad. No veía el momento de bailar, y esperaba hallar una comunidad que la contenga. Deseaba escuchar explicaciones judías acerca de todo lo que tenía que ver con su vida y con todo el planeta. Cuando atravesó las puertas, deseaba que Di-s esté allí esperándola.


Desde el balcón del sector femenino de la Sinagoga de la calle 79, miré hacia abajo en el sector masculino, vi hombres bailando celebrando una festividad judía de la que nunca había oído hablar antes de esa noche. Los padres sostenían a sus hijos sobre sus hombros mientras danzaban dando vueltas y más vueltas: pequeños niños y niñas los seguían. Parecía que estos grupos familiares estaban en todos lados. La música era fuerte, rápida y pegadiza. Afuera había rayos y truenos, y hacía mucho frío. Dentro el clima era cálido y luminoso. Miré a mi alrededor y observé discretamente a las mujeres que estaban sentadas sobre los bancos, y cuando no pude permanecer más de pie, me acerqué tímidamente a la mujer de apariencia serena que estaba sentada a mi izquierda. “Perdón, ¿puedo preguntarle algo?” le dije.


“¿Si?” dijo tornándose hacia mí. Parecía europea, en sus tempranos treintas, en buena forma, de rasgos atractivos, vestida con un traje azul con cuello y puños blancos.


“¿Puede decirme por qué las mujeres no bailan con los hombres?”
Me miró confundida. La hermosa niña que estaba a su lado, de alrededor de doce años, con brillantes trenzas color caoba- que suponía yo- era su hija, se adelantó y me observó con curiosidad. Me sentí cual un monstruo salvaje comparada con ellas dos. Repetí mi pregunta sin disimular el cargado filo de mis palabras.


Por unos instantes hubo un silencio entre nosotras, y entonces: “Deberías hablar con mi esposo. Él es un Rabino. Él sabrá responderte muy bien. Sabe hablar mejor que yo. Espera abajo, al lado de las escaleras, yo lo llamaré”.


Esperé en una antesala con paneles de madera. Mujeres, niñas y pequeños bebés comenzaron a bajar la escalera conversando alegremente. Hombres, niños y otros pequeñitos también abandonaban el lugar. Cada uno tomaba su abrigo, las familias se reunían y gradualmente vaciaban el Templo. De pronto, una puerta de vidrio opaca se abrió y un hombre de traje negro, barba negra con una gran kipá apareció. Se paró delante de mí, cauteloso. ¿Temía yo de esa gente?


“¿Si?” dijo. Su acento era también europeo, de algún país como Bélgica. “¿Deseas saber algo acerca de la danza?”


Sentí una repentina irritación. Este esposo, rabino, mejor que me demuestre que las mujeres no son ciudadanas de segunda, después de todo, en todo este sistema. Y que el Cielo lo ayude si no puede darme una pronta respuesta.


“Así es. Deseo saber por qué las mujeres no tienen permitido bailar con los hombres”.


Mi enojo sonaba en mis oídos tosco, audaz, como yo deseaba que fuera. “Ellas también tienen derecho a divertirse”.


El hombre se irguió, y elevando su mentón me dijo: “Las mujeres no necesitan bailar pues se encuentran en un nivel superior que los hombres”. Me observó por un instante, tratando de discernir si lograba un impacto en esta hostil joven americana. Y continuó: “¿Los ángeles bailan?”
Algún nuevo canal se abrió dentro de mí. Deseaba... ¿creerle? El enojo se derritió por un momento en mi deseo, el deseo que me había traído a ese lugar donde me sentía impura y desvalorizada. ¿Los ángeles bailan? Traté de entender. Él quiere decir que no necesito bailar porque soy un ángel.
Pero me era difícil mantenerme en esa posición. Por lo tanto, no soy angelical. Desearía ser angelical. ¿Los ángeles necesitan bailar? Suena a cumplido. En realidad, es un cumplido. ¡Pero no para mí, porque yo necesito bailar!


El rabino, de todas formas, pareció haber dicho todo lo que debía, y esperaba que me fuera. Salí, a la húmeda noche de Manhattan, con la respuesta equivocada en mi vacío corazón.


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Mirando hacia fuera por la ventanilla del micro las sombras familiares de Jerusalem, sentí lástima por esa joven, casi como si se tratase de mi hija en lugar de mí misma. Yo deseaba que ese bien intencionado rabino y su esposa me contestaran que el baile para la mujer está permitido por la ley judía, que sólo el baile mixto está prohibido. Hubiera deseado que francamente me explicaran por qué las mujeres pueden ver bailar a los hombres y no viceversa. Anhelaba que de alguna forma supieran cómo hacerme sentir incluida en lugar de aislada esa fría y húmeda noche en Manhattan. ¿Pero cómo podía esperar eso? Sus vidas y las mías apenas si transcurrían en el mismo planeta: evidentemente así como yo no estaba preparada para escucharlos, ellos no estaban preparados para captar y trabajar con jóvenes americanos modernos como yo.


Di-s me estaba esperando, así como yo esperaba esa noche fría en la calle 79. Unas semanas después, una de las parejas del vecindario me invitó a su casa para Shabat, pidiéndome que llegue antes de la puesta del sol. Cuando la mujer se cubrió los ojos, luego de encender las velas, me di cuenta que la visión de esas luces era tan hermosa y era tan emocionante saber que se trataba de una costumbre judía, parte de mi propia herencia, que tomé mi bolso, saqué mi block de dibujo, y dibujé un exquisito bosquejo a la carbonilla de las velas y su fulgurante luz. La mujer no dijo nada y seguramente advirtió a sus niños para que la imitaran. Alegremente, sin ser conciente de que estaba haciendo algo incorrecto. Terminé mi pintura antes de que su esposo retorne del Templo, y sentí que quizás ese mundo podía ser mío, después de todo.
Estaba en mi camino.

Sara Shapiro, del B’Or Atora Journal.

 

 

     

 


 

 
   
       
       
       
       
   
 

 

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